Por Cristina Alvaredo
En la tarde roja los árboles parecían arder en el sopor de la hora. Desde el cielo cercano, como un dios inclemente, el sol lamía la ciudad con su lengua de fuego, hociqueaban los animales, callaban los pájaros.
Sin embargo, nadie se refugiaba en las casas. Una multitud se había reunido en la plaza, donde se esperaba la llegada del Gran Hablador.
Los hombres bebían en cuencos de estaño y danzaban, sudorosos y febriles, levantando nubes de polvo que secaban la garganta de las mujeres acuclilladas sobre las piedras. El polvo y la letanía hipnótica y abrumadora de sus cánticos.
Los torsos semidesnudos oscilaban hacia adelante y atrás y las piedras de sus collares refulgían y se entrechocaban.
En lo profundo, graznó un guacamayo.
Las mujeres se miraron.
El sonido de un cuerno metálico acalló de súbito el baile y el canto y hubo un murmullo de asentimiento general: habían hallado a la fugitiva.
Majestuoso, cubierto por una espléndida capa de plumas multicolores, avanzó el Primer Jefe, Huetlatoani, con sus dos esposas oficiales y una decena de esposas secundarias. A su paso bajaron la vista en actitud de respeto.
Lo seguían los sacerdotes sacrificiales, curanderos, un grupo de oficiales y una mujer.
Ibas arrastrada de las greñas, desgarrada tu camisa y rotas tus sandalias de yuca, sucia de tierra y cubierta de raspones y arañazos. Pasaste frente al grupo de mujeres y entreabriste los labios en un grito silencioso. Recibiste miradas de rencor y callado regocijo.
Eras la impura, la que había osado escapar en la noche con su hijo, desafiando a Tlaloc, el Gran Dios de la Lluvia, y cubriendo de deshonor a la tribu.
Aferrabas a tu niño pero las ancianas lo arrancaron de tus brazos para ser preparado. Ahora sería el sacrificado.
El cuerno volvió a sonar.
Frente a la gran escalinata, el Primer Jefe ocupó el sitio de honor, sus mujeres depositaron en las gradas de piedra sus ofrendas: campanitas de cobre, vasijas de plata repletas de mazorcas, ricos tejidos de lana, flautas de hueso, cuchillos de obsidiana y mosaicos magníficos.
Hubo un griterío de admiración y reverencia cuando el Gran Sacerdote apareció en lo alto del Teocalli.
Bajo su diadema de turquesas y esmeralda, resplandecían su collar de oro y sus ojos de águila.
Con el tum tum de los tambores y el silbido de las flautas, las danzas y los cánticos se reiniciaron con frenesí.
Un chamán entregó a tu niño, su cuerpito desnudo pintado de azul, a dos sacerdotes.
A vos, madre, te ataron como principal testigo a un poste de piedra labrada donde más tarde, ya estabas muerta de dolor, te matarían a flechazos y serías desollada.
Tu hijo subió los escalones con piernas firmes y la mirada obnubilada por alguna poción. Lo viste trepar a través del humo de la hoguera ceremonial. Nadie prestó atención a tu alarido.
Arriba el Gran Sacerdote se acomodó el manto sacrificial y levantó su brazo.
El sol desplegó sus velos anaranjados y convirtió en relámpago al cuchillo ritual.